Hoy desperté. Y ahí estaba ya, bien plantado, armado con un bote de pintura gris del tamaño de un tinaco, y una brocha igualmente enorme. Sí, ya había llegado mi pintor.
No hubo tiempo siquiera para que pusiera los pies sobre el frío suelo de loza; mi pintor ya había teñido rápidamente mi cuarto, de un gris platinado, brillante, pero gris por igual. Gris como yo. Me levanté y me dirigí al baño, como todos los días. El lavabo, gris; mi cepillo de dientes, gris; el azulejo, gris; todo gris. Ya qué. Tuve que continuar.
Veinte minutos después, ya estaba vestido en un pantalón que juraba yo era azul y una camisa que según me la vendieron roja. Pero ahora eran color gris. Lo único que diferenciaba a todas las cosas era la poca sombra que el gris sol me prodigaba. Enfundado en una chamarra gris, salí de mi gris recámara, de mi gris casa y salí a la gris calle.
Una vez más, vi a mi pintor, parado, esperándome. No sé a qué, pero esperándome. Sí, ahí estaba, aunque ahora no tenía nada en las manos; su bote y su brocha quién sabe dónde las habrá dejado. Lo ignoré un momento, mis sentidos no lo percibían, pero mi memoria sabía que estaba detrás de mí, perturbándome con su obsesión por esperarme. Intenté olvidarlo un momento y seguí mi camino: tenía que reunirme con unos amigos por un cumpleaños. Su cumpleaños, el de aquella señorita...
Llegué, un poco tarde, pero llegué. Fui recibido entre grises brazos, grises saludos y un pequeño beso gris afectuoso. De ella. En esa pequeña casa, vi a mi pintor, que había podido colarse por la perilla de la puerta. En su mano, pintura, esta vez no gris, ni grisácea ni nada. Me dio lo mismo. Ahora sin esfuerzo, lo olvidé.
Hace mucho que no los veía. Era buena onda recordar todo aquello que alguna vez, juntos, nos pasó. Y de paso, poder almacenar esta pequeña reunión. Y poder decir que ella, mi amada, sí existía, que jamás mi mente la inventó, que era un ser tangible que yo quería y quiero mucho. Que cada una de sus sonrisas me prodigaba un poco de alivio para mis angustias. Sí, era todo tan bueno. Y vi otra vez a mi pintor.
Con una brocha más pequeña pero muy grande, mi pintor comenzó a avivar el gris de la habitación. El bote con color que yo desconocía cambiaba de tono súbitamente, pasando de un tenue amarillo a un vivaz verde, de un azul eléctrico a naranja brillante. Y cuando a ella veía, la pintura se volvía rojo, tenue y potente al mismo tiempo.
Ahora, por más que lo intentara, no pude dejar de hacerle caso a mi pintor. En su ir y venir, pintaba las ventanas, los cuadros, los muebles, a mis amigos, a ella. A mí. Era fantástico verlo mientras relatábamos nuestras desventuras y anécdotas. Todo era tan bello.
Y cuando llegó la hora de irse, mi pintor había terminado. Su obra maestra estaba ahí, ante mis ojos. Una mar de colores se extendía ante mis otrora deslucidos ojos. Coronando toda mi existencia, ahí estaban cada uno de los siete colores, combinados en armonía. Ahí estaban todos los colores que mi mente, al fin, había liberado.
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