Ora sí que me he sorprendido. Son más de la una de la mañana y quiero un caldo de pollo. Así, uno de esos labrados a la antigua, cocinado en una olla tan grande como los tambos de los tamales, en un local humilde y pequeño donde te exhiban los pollos destripados en una grasienta vitrina, al lado de las mesas. Me siento un poco embarazado *risas*
Sí, uno de esos ricos caldos donde solía llevarme mi padre. Sigo siendo melindroso para casi cualquier cosa que no sea un deshebrado. Sin embargo, tienen su toque. Ese olor tan particular y penetrante de un destilado de lípidos humeantes llega a la nariz y provoca hambre. Una cucharadita de chile molido, un poco de pan o unas tortillas, y ¡listo! A comer, se ha dicho.
Eso sí, nunca hay que abusar del irritante chile: en ocasiones, ponerle demasiado al caldo anula el sabor del mismo pollo, volviéndolo incomestible y una potencial bomba contra nuestro sensible estómago. Hay quienes, también, optan por omitir el picante y sólo vierten limón. Están en su derecho, puesto que un caldo solo, sin algo que modifique su sabor a pollo sin nada, no es más que un vil caldo.
Caliente, despidiendo vapores olorosos, con volumen y con un buen color. Quiero un caldo de pollo. Rico, caliente y recién hechecito. Como siempre debiera ser.
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