jueves, febrero 28, 2013

Sésamo.

Ella me dijo que no creía que todo pudiese resumirse en una palabra. Yo le dije que no era del todo imposible, que tal vez hacía falta intentarlo mucho y llegar a esa máxima simplificación. Inmediatamente, comparó mi idea (como lo había previsto) con 1984, de Orwell: que si eso obligaba al lenguaje a ser burdo, parco, aburrido, etecé, etecé, etecé. Tuve que atajarla y decirle que no lo pensaba así. Si he de ser sincero, creo que nunca me entendió como yo a ella.
   Le tuve que explicar detalladamente mi idea: quería transmitir un mensaje completo diciendo únicamente una palabra; sin embargo, no era para expresar una conversación rutinaria, de ésas que suelen empezar con un "Buenos días". No, ésa no era la intención. Entonces, le dije que, a través de un extenso estudio y del método ensayo-error, podríase encontrar la palabra exacta, la cadencia correcta, el tono adecuado y el ritmo ad hoc que pudiese sincerar pensamientos sin necesidad de excesiva palabrería.
   Me miró con curiosidad, pero al mismo tiempo con escepticismo olímpico. Suspiré. Una vez más no podría darme a entender; de nuevo, tendría que soportar su obstinación, remarcándome que sólo pensaba pura tontería. No obstante, esta vez fue distinto. Su semblante cambió abruptamente. De la nada, con una mirada gatuna, mitad seductora y mitad retadora, me propuso intentarlo, a cambio de lo que yo quisiera. Me guiñó tres veces el ojo.
   La vi y el cuerpo me dio un ligero respingo. Irradiaba lascivia y altanería, mientras un brillo luciferino nacía en sus ojos. Santo Dios... Me pregunté qué rayos hacía con ella. Era una duda constante, que se presentaba en diversas ocasiones. El resto del tiempo, prefería olvidarlo por razones que aún desconozco. Tuve que contestar que sí; de lo contrario, se la hubiese pasado chingando. Me encantaba su Ley de Herodes. Además, mi paciencia rara vez ha sido mucha. No hubiera aguantado una sesión intensiva de su vocecita jodiendo mi tímpano como si no hubiera mañana.
   Como de costumbre, impuso las condiciones: tendría yo tres meses para descubrir la palabra que la hiciese derretirse como princesa de cuento. De lo contrario (cito textual "para sazonar las cosas"), me pondría de patas en la calle. Mi cuerpo sintió la imperiosa necesidad de suspirar. De nuevo. No sé si resistía por amor. No sé si la aguantaba por rutina. No sé si la soportaba por temor a la soledad. Patético como me vi, acepté sus endemoniados términos y de inmediato me puse a trabajar en eso.
   Podría suponerse que exprimí mi cerebro al máximo a lo largo de los noventa días de plazo. Sí, así fue. Además, aunado a mis propios pendientes, mi situación de vago se veía muy próxima. Sintiendo pasos en la escalera, estudié diccionarios, enciclopedias, leyendas, cuentos, artículos, lo que fuera, con tal de no dejarme vencer. No podía caer. Me esforzaba no para ganar, sino para no perder.
   El maldito, fatídico, fulminante, etc., etc., ad infinitum, día llegó y yo seguía siendo un ignorante. Empecé a despedirme de mis cosas. Sí, llegué a ese grado dentro del patetismo, el non plus ultra de la mediocridad. Temblando, llegué ante ella. Viéndome como un lacayo, la reina habló, con la barbilla levantada, los ojos cantando victoria y la espalda recta -contra costumbre, porque ella se encorva mucho-, reclamando la, cito textual, "palabra mágica que me habrá de sublimar, como me prometiste, siervo." Apenas terminó de pronunciar la frase y se carcajeó, felicitándose por tan buena representación de "un rey mamón" (lo peor de todo es que no hay mejor descripción para esta situación que no emplee sus entrecomillados).
   Miré al suelo, derrotado. Repitió su exigencia, esta vez sin tanto regodeo ni prosa barata. Cerré los ojos, caminé hacia ella, sin dejar de ver sus pies. Sentía su mirada de poder, sintiendo bajo sus manos la docilidad del perro regañado. Y bien, me dijo, te escucho. Su tonito me sulfuró bastante. Entonces, decidí arriesgarlo todo, decirle lo primero que me viniera a la mente y esperar lo mejor. Levanté la cabeza, respiré con calma, profundamente y recorrí los pasos que me faltaban para llegar a ella.
   Me acerqué tanto que observó fijamente mis labios, como si los deseara. Me temblaba el cuerpo, sudaban frío mis manos. Por poco y pierdo la concentración. La tensión era enorme. El espacio se comprimía a mi alrededor. Mis átomos parecían achicarse. Fue ahí, en la lucidez de la claustrofobia, del miedo que tenía, de la ira contenida, que lo supe, supe lo que necesitaba saber. La sujeté de las muñecas y una mueca de victoria reemplazó mi cara. Su gesto cambió tan rápido como el mío, transfigurándose a terror puro.
   Fue entonces que le susurré al oído.
   Y se desmayó.
   Tuve que huir porque, hasta donde yo sé, ya no se levantó.

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