martes, mayo 24, 2011

Ficción - Cenizas ignotas

A Mariana. Anon can always delivar.

Era un pequeño sobre el que llamó su atención. Blanco, sin remitente ni destinatario, que misteriosamente había aparecido en el buzón de su casa. Ella lo miró, extrañada. Un dedo rozó la fina solapa de ese rectángulo color nieve. Y, súbitamente, un escalofrío corrió por su espalda. No, no abriría el contenido. No podía saberlo. Era demasiado misterioso, demasiado sospechoso. Tuvo miedo. Tomó el sobre entre dos dedos y lo dejó, pacíficamente, entre dos libros gruesos. Pudiera parecer que el sobre había desaparecido.
  Aquella noche, ella se recostó en su mullido colchón y miró al techo, con la luz encendida. Por extraño que pareciese, esa vez el foco no alumbró con su pardo amarillo, sino un blanco intenso, límpido y puro llenó el cuarto. Los ojos se le hincharon de sangre y no pudo pegar el ojo, por más que lo intentase, aún con la luz apagada. El brillo del blanco aparecía y desaparecía en toda la habitación, como un estrobo. Cuando por fin concilió el sueño, era casi mediodía. 
  Tres horas más tarde, su cuerpo quiso, por caprichoso y obsesivo, levantarla y hacerla reflexionar al respecto. Su instinto le pedía a gritos no razonara sobre el punto, sobre el sobre, valga el pleonasmo. Sin embargo, su curiosidad y esa manía suya no le permitirían dormir tranquila. Bueno, hasta conseguir una respuesta que le diera paz momentánea, de menos. Lápiz, cuaderno y su cerebro fueron a sentarse al balcón. A ver que pueden hacer
  El balcón solía ser su lugar favorito hasta hace dos primaveras. Ahora no lo es porque desde hace dos años que el sol no se asoma por entre los resquicios de los cerros. Sólo se ven los edificios de departamentos tan frágiles y estériles sobre el triste paisaje. Antes de aferrarse al lápiz, suspiró. Aquella vista, tan bella y hermosa alimentaba su inspiración y ahora sólo era un mero recuerdo relegado a nunca volver. Es triste pensar. Y por eso pausó un momento, se cuestionó si quería seguir y, sólo después de contestarse y confirmarse, continuó.
  Mientras los claxones chillaban siete pisos más abajo, ella pensó.
  Es un sobre blanco, que la dejó, ciertamente, intranquila. ¿Por qué será? Debe ser su contenido. Nunca se había visto papel tan libre de impurezas (ay, eso suena a comercial del Canal de las Estrellas). Es raro. Es diferente. Pero causa miedo. Miedo a abrirlo. Miedo a saber qué hay dentro. No tiene destino ni tampoco procedencia. Tal vez suceda como en las películas; eso puede significar cosas malas. No, no, no. No hay que pensar. Hay que distraerse.
  Así lo hizo. Se alejó del balcón y salió de su casa a olvidarse del sobre. Sin embargo, cada que pasaba frente a la puerta del balcón, al regresar a casa los días siguientes, veía la libreta. Y se acordaba del sobre. Y la ansiedad la empezaba a consumir terriblemente. Su mente parecía igual de frágil y estéril que el paisaje frágil y estéril de afuera, cuando en lo único que pensaba era en ese prístino y misterioso pedazo de papel. 

  Los días pasaban y la desesperación hizo mella en su conciencia. Cada 24 horas, la curiosidad invadía cada maldita célula de su atormentado ser. Pasaba horas contemplando los pesados tomos donde estaba oculta, sin saber si acudir al llamado casi irresistible que emanaba entre las pastas. Ya no dormía. Las horas eran lentas y su vida se acostumbró a no salir más de casa. Su estado mental era deplorable y muchos estarían de acuerdo con nosotros que ella padecía una patología psicológica.
  Pobre mujer, ¿no creen?
  Quizá dos semanas, parecidas a siete años, cruzaron. Y la burbuja estalló. Tomando un afilado abrecartas, corrió al estante, aventó los dos gruesos libros, que cayeron con hórrido estruendo contra el suelo, y contempló, aliviada, el pequeño rectangulito que aguardaba a que su mano revelara su contenido. 
  Sobre en mano, corrió a su balcón. Apoyándose contra el barandal, con tal fuerza que éste casi cedía ante la magnitud de la emoción, ella deslizó sin problemas la cortante punta por el papel. Vio como el sobre no se quejaba y se abría de par en par; azorada, miró la grandeza de su acto; lo admiró y se embelesó. Se sentía, a cada minuto, cada vez más aliviada. Suspiró, como nunca había suspirado en mucho tiempo.
  Sólo faltaba una cosa más: averiguar el ignoto contenido. Agarró con fuerza el sobre y vio que dentro había un aún más pequeño sobre rojo. maravillada pero a la vez perpleja, lo sacó de su escondite, donde tuvo que estar interminables días. Lo sostuvo un momento en sus manos.
  Una nimia ráfaga de viento zumbó contra su cara, chocó contra su frente, se interrumpió un momento y reapareció en su nuca. Se alejó, se detuvo y ya no volvió.
  Un fino hilo rojo comenzó a brotar. Y ella giró sobre el barandal y cayó contra el suelo, viajando siete pisos; una pequeña figura roja se asomaba entre su palma semicerrada. Cinco minutos más tarde, en sus manos no encontraron nada.
  En algún lejano lugar, un rectángulo rojo agonizaba entre las llamas. 
  Las cenizas son siempre ilegibles.

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