Recibí, sentí el vaivén de mil moléculas de silicatos pulidos cruzando cada hebra de mis músculos, rompiendo y quebrando las células de mis costillas. Mire hacia abajo, horrorizado; no habían pasado los dos segundos que tarda el cerebro en procesar el dolor. Volteé.
Y lo vi.
Sonreía con malicia. Estaba ahí, en ese trozo esmerilado y liso, puntiagudo en uno de sus extremos.
Cerré los ojos.
Y sucumbí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario