jueves, enero 10, 2013

Ficción - La frialdad del fuego

Yo no pude entender por qué tu piel la recordaba ligeramente pálida. Te vi hace dos noches; te encontré, completamente, opuesta a mi memoria: negra, con aspecto de chamusquina. Vi a través de dos ojos vidriosos y carcomidos los fantasmas de dos irises hermosas, del color de la madera tallada. Pensé en aquella voz, tu voz; la garganta estaba consumida y había un hoyo que perforó hasta la columna misma. Yo te veo. Ésta no eres tú. Pero ellos decían, me exclamaban en la cara, llenándome de su asquerosa saliva, que sí, que sí eres (bueno, eras) tú. Que no me obnubile. Que no me quiera engañar. ¿Eres tú, acaso?
Un par de dientes me observan entre los labios deshechos. A pesar de lo que sea que te haya pasado,  sigues manteniendo el encanto divino de cuando tú y yo fuimos novios, de cuando nos quedábamos en la azotea de ese edificio, fácil de escalar, encallado en medio de dos distribuidores viales. A pesar de eso, era un lugar muy tranquilo. Mírate; no eres la misma de siempre. Ya no sonríes, ya no me quieres. Tu querer se fue hace mucho. Te veo. Siento cómo tu sangre fluye cuando no tienes pulso alguno. Sigues siendo encantadora. Bella, como siempre, todavía después de esta catástrofe que sentías cernirse sobre ti.
Debo admitir que tu encanto es el mismo, pero la forma de presentarse cambió. Ahora, tu figura recuerda la de aquellas almas que se martirizan en vida para que los que seguimos aquí te glorifiquemos y te imaginemos a la derecha del Padre. Qué risa. Yo no quería venir a verte, para no tener que inundarme en la hipocresía de todos estos patéticos pseudo-religiosos. Pero me obligaron. Ella lo pidió. Sí, tu hermana, que encontró mis cartas entre tus cosas. Según ella, yo seguía siendo importante para ti; que le contaste que verme sería tu última voluntad si te morías primero.
Oh, querida mía. ¿Cómo fue que te apagaste? Jaja, mi mente ligeramente desviada no pudo evitar hacer un chiste con eso. Ja, ya sabes. Yo siempre tan insensible para las desgracias de otros. No, espera, estoy desvariando un poco. Perdona, ehem, ehem. Ahora bien, yo te creí muy independiente porque siempre te ufanabas de que tú solita podías, que no me necesitabas y que no sé qué. Y resulta que no te pudiste olvidar de mí. Suficiente tenía yo con que me ningunearas de esa forma, y ahora resulta que siempre fuiste una pinche doblecara. Joder. Hasta cuando ya no me sonríes, me arruinas. Tú me arruinaste.
Es más: no entiendo qué hago aquí. No sé qué hago aquí. Nunca debí haber venido a verte. Nunca debí venir, pensando que nos perdonaríamos. No vine aquí a monologar; esperaba encontrarte, sí, glacial, pero no tan ajena a mí. Ésta ya no eres tú. Ese cuerpo negro, que solía ser mi hermosa pálida. Tú, tú eras mía. Y ésta ya no eres tú. Mírate. ¿Por qué te abandonaste? Yo... yo, yo te quería. Te quiero; no, quiero lo que fuiste: tu forma de caminar, las sonrisas, tomarnos las manos, el sexo, todo eso. Y te fuiste, egoísta. No me esperaste. No, no quisiste esperarme, estúpida. ¿Por qué?
No, no entiendo. No entiendo qué hice. No entiendo por qué lo hiciste. No entiendo por qué miras al infinito, con dos órbitas que a duras penas parecen ojos, con un agujero que te desgarró la laringe. Tu voz, tu risa, tus lágrimas saltando de mejillas que no existen. Dime, ¿por qué te consumiste? ¿Por qué te dejaste llevar? ¿Por qué me amaste, si yo no era nadie? ¿Por qué me convenciste de... amarte?
¿Por qué?
No debería llorar. Se supone que ya te he superado, que no quería volver a ti; quería demostrarte que yo igual sabía valerme por mí mismo. A duras penas he podido y no volviste. Ya no volverás. Eso es lo más triste: que no habrá más que un recuerdo que extrañar. Disculpa si te ofendí, disculpa si...
No, no puedes perdonar. Tu voz se ha callado y no volverá jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario