Mis dedos se estiraron.
Eso es: alcanzar,
abalanzarse sobre.
Mi mano se abrió,
empuñando el aire y sosteniendo
el frío vacío de no encontrar más que
aire.
Mi brazo se aferró.
Abrazar el hierro que abrasa suavemente
la piel de mis huesos.
Se queman mis células,
se envenenan,
se mueren y renacen.
Mi pecho se estremeció.
Convulso e impaciente, ¿qué no es
esto más que el sueño de un corazón,
latir desbocado nutriendo un cuerpo?
Mi cabeza quizá se perdió.
Saben que mis manos ya no son manos,
lazos,
sienten que la vida
se les va y son
ahora parte de la vida de otro.
Mi cuerpo desapareció.
Estallidos,
mi cuerpo no está.
Hierro derritiéndose en grandes hornos,
dedos surcando las grietas de labios ajenos,
el suspirar de los valles.
El eco en las montañas,
gritos de muerte que dan paso
a átomos nacientes.
Ella ahí está.
Diciéndome con los ojos
que un impulso la orilló
a desaparecer un momento,
en el espacio vacío
de sueños lúcidos, de teamos perdidos.
Su cuerpo desapareció.
Pero la vida volvió a ella.
Y el río desembocó en el mar. Y los ojos se abrieron, las luces fulminantes se apagaron.
Y el calor de dos irradia en medio de una nada
que les es única.
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