A Oscuras en la Guerra Mundial para Evitar Alemanes Comeniños
“¿Con Qué te Estoy Pegando, Cabrón Escuincle?”. “Con Justa Razón”
Hasta la fecha todavía me duele harto la cabeza, nomás de acordarme. Me entraba pavor de esos que te dejan entelerido cuando las luces se apagaban desde las seis de la tarde y a mis 12 años, salidito de la primaria pues, no podíamos prender ni una pinche veladora, de esas que usaba mamá para sus santos –aún no éramos evangélicos-, ni cerillo, cirio o carbón, ni emitir gruñido alguno, ni hablar de gritar o chillar, so pena de un fregadazo de mi padre, don Luis, don Luis Contreras Fernández, que vigilaba, certero, el cumplimiento de la ley, la pinche ley.
Esa ley que obligaba, recuerdo o al menos eso nos decía mi jefe, a todos los mexicanos apagar cualquier luminaria por pequeña que pareciera, para que esos “alemanes come niños” no nos cayeran a bombazos y cañonazos desde el aire, inundándonos de sangre y dolor, alertaban los adultos. Y así, pos claro, cualquier chamaco se aterraba, se le arrugaban las corvas.
Era que el gobierno, desde entonces siempre el pinche gobierno, nos decía que con ese golpe diario del silencio, seguramente los germanos que eran racistas, odiaban a los mexicanos insistían los mayores, eran borrachos chupa cerveza todo el día y tontos por añadidura, no nos iban a captar ni escuchar desde el aire, por mucho y sus potentes radares, y sus aviones embozados en la noche se iban a seguir de largo creyendo que México seguía siendo el Pacífico o el Golfo, ya ni sé.
Entonces se acababa la Guerra Mundial, si era la Primera o la Segunda, nos daba igual. Era 1944. A mi y a mis amigos, el Veneno, la Venada (poecito, no veía ni madres), el Chino Mayor y el Jaime, el hijo del chofer, a veces nos sorprendía la noche cuando el toque de queda obligatorio impedía prender las luces de los pocos que ya la tenían de electricidad, y de los más que nos apoyábamos siempre en velas y lámparas apestosas de petróleo y bencina.
Y aunque éramos vecinitos, y nos conocíamos rete harto entre familias, cuando eso de que me alcanzara la noche me llegaba a pasar, solo pensaba en la chinga que me pararía don Luis, como ordenaba le dijéramos, con su mazo de lazos de tendedero sujeto firmemente por una agujeta,- que yo odiaba- y que él llamaba pomposamente “Justa Razón”.
“¿Con qué te estoy pegando, cabrón escuincle?”, gritaba mi progenitor, mientras del silbido de mecates se pasaba al estruendo de la espalda azotada y macerada y yo, o alguno de mis hermanos, fuimos siete, lloriqueando o mordiéndonos labios, lengua o lo que fuera, teníamos que responder a gritos: “con Justa Razón”.
Mamá, doña Candita para los que la querían bien que fueron muchos, y que toda su vida desde que la conocí y reconocí arregló ropa ajena para ayudar a los bolsillos raquíticos de la casa, si acaso deslizaba una lágrima agazapada tras su chiquihuite de coser -lleno del arcoíris de hilos, agujas, botones, tijeras, alfileres y pedazos de tela-, pero no emitía siquiera un gemido al vernos sujetos de la azotaina.
Con todo, las mañanas siguientes siempre eran motivo de morbo y curiosidad. Los pocos que íbamos a la escuela, con zapatos, huaraches o a raíz, y los más que se quedaban a apoyar a sus padres en la ordeña, en los incipientes talleres mecánicos de los cuarentas, en los sembradíos de maíz, frijol, haba o garbanza, trataban de recopilar las mayores noticias del barrio, allá en el sur del Distrito Federal. Ya se agrupaban algunos para escuchar al que llevaba las octavillas noticiosas pregonadas por el voceador.
“En Veracruz hay Alerta por Amenazas de los del Eje (¿?)”. “El Furher Echa Pestes Contra Gringos y sus Aliados Mexicanos”. “Churchill Asegura que la Victoria es Nuestra”. “Presidente Alemán Llama a la Unidad de los Paisanos. Nadie nos Vencerá”. Y así por el estilo.
Y los chamacos pelados que éramos: “¿Oíste un estruendo en la madrugada? ¿Oye Pancho, no les cayó una bomba cercana a (la avenida de) Insurgentes?” “¿Oyeron en la radio que por Tamaulipas hundieron otro barco petrolero como el Faja de Oro?”, “¿Quesque ora sí no se la van a acabar porque ya andan en Filipinas los nuestros del Escuadrón 201?”
Y revisábamos minuciosamente los rostros y la ropa de todos los que pasaban, amigos y no tanto, en las nacientes calles plagadas de baches no precisamente provocados por la pólvora de nuestras ilusiones; y al final, dábamos cuenta con cierta frustración tapada con aires de suficiencia, que la pinche guerra de gringos, alemanes, japoneses, italianos, ingleses, rusos y demás, hasta esa madrugada, no nos había tocado ni un pelo.
“Pendejos y putos, que ni le muevan, porque no saben con quién se van a enfrentar”, decíamos ufanos casi a coro en nuestra inocencia y bravuconería infantil, mientras repiqueteaba en algún radio la hora, la XEQK: “Haste, la hora de México: las siete cuarenta, las siete cuarenta. Haste, la hora de México”.
Ora que me acuerdo, una baja sensible sí tuvimos de esa guerra. El “cadete”, mi cuate el Chino Mayor, fue secuestrado con alevosía y ventaja –palabras que aprendí desde entonces cuando cuidaba coches cerca de los tribunales de Héroes- por la Alberta, jarocha quesque viuda con dos chamacos, que con el pretexto de las luces apagadas se lió en lo oscurito con el Chino, que ya andaba en los 16 entonces, y se lo llevó Dios sabe dónde.
Todavía recuerdo las perlotas de lágrimas que derramaba su madre, doña Meche, buscando al Chino por toda la vieja colonia Bramadero. Los choferes de la ruta de camiones Obregón-Insurgentes-Clasa nunca le supieron dar razón. Ella jamás se quitó el luto por el niño perdido y cuentan que por él, así se le puso el nombre a una calle.
O al menos esa historia nos vendieron entonces los mayores.
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