Llueve. Tres hombres caminan bajo el roce del cielo hacia la tierra. Triste se ve el día; llora un poco. Lloran las ciudades y se alegran los campos. Pero donde ellos pasan es un paisaje urbano. El lugar se deprime mientras sus pasos huyen del goteo y la humedad.
Uno de ellos se detiene; los otros continúan. Se enciende una luz y el humo sale de un cigarro. Él, sosteniendo un pitillo entre los labios, piensa en lo que podría suceder con el otro. El nervio lo corroe, lo quema y lo cansa. También tiene miedo. Habrán de llegar a un punto en medio de una calle, en el camino de tantas gotas suicidas. Y habrán de arreglarlo, de una buena vez. Un escalofrío le recorrió la espalda: era probable que alguien moriría esa triste tarde de junio. Suspiró. Apagó el cigarro, a medio terminar, enderezó su encorvada postura, y retomó el paso. Faltaban diez minutos para que dieran las seis. Se le hacía tarde.
El segundo se desvió por una calle, para dar a una paralela; el otro continuó por la avenida. La indecisión le invadió la mente a medida que se acercaba a su destino. Sabía que podía morir y el pánico, lentamente, se apoderó de él. No podía irse, no ahorita. Pero huir garantizaba que no iba a ver el amanecer al día siguiente. La muerte parecía ser hoy el callejón de casi todas las rutas. Sudó frío, se le hizo un nudo en la garganta. Aferró con fuerza la Colt, oculta entre los bolsillos interiores de su saco. No quería irse. Pelearía para quedarse.
El tercero anduvo por la avenida, siempre cargando un maletín metálico. Llegó un poco temprano a la cita. De su gabardina, sacó un palillo, para quitarse la ansiedad de contaminarse con nicotina. Jugando con el palillo entre los labios, repasó el plan en su mente una y otra vez. Vio el reloj: ya era hora. Forzó la salida de emergencia del edificio del otro lado de la calle. Trepó por las escaleras de servicio de dos en dos escalones; siete pisos de dos en dos. Llegó a la puerta de la azotea, jadeó un poco, tomó la perilla y abrió la puerta. Se asomó por la orilla y observó la calle, vista desde diecisiete metros de altura. Abrió el maletín. Sonrió. Y comenzó a armar aquel rifle.
El primero llegó al punto de encuentro, a la mitad de la lúgubre y húmeda calle. Se recargó contra una pared a esperar. El segundo llegó por una calle, calle que no fue la acordada por teléfono. El primero comenzó a temblar; romper el trato era un mal augurio. Aun así, inició la negociación entre las partes.
A medida que los términos se explicaban, las cosas comenzaron a calentarse. El consenso se veía lejano. A cada palabra huía más. El primero se puso nervioso y se retrajo; se puso a la defensiva. El segundo notó esto y empezó a ser más agresivo y obstinado, decidido a que su interlocutor cediera a sus términos de buena manera. Mientras, del otro lado de la mirilla del rifle, el tercero aguardaba el momento preciso para tirar del gatillo.
Tensión. Angustia. Ansiedad. Ira. En la azotea, paciencia y frialdad metálica. Las voces abajo subieron de tono. Los gestos violentos de abajo hicieron que algunas risas se escucharan arriba. La hora se acercaba para disparar. Las voces se hicieron gritos, las provocaciones se tornaron en desafíos. Las amenazas y el miedo salieron a flote en sus rostros se dejaron llevar por la desesperación.
Súbitamente, la Colt vio la tenue luz de un día triste. Apuntó y estalló una pequeña explosión. La gente alrededor huyó mientras un cuerpo pesado se precipitaba a tierra. Otro estallido, más estremecedor todavía, perforó el silencio que ahora había en aquella calle. Dos cuerpos que chorreaban sangre yacían sobre la acera. El tercero comenzó a desmontar el rifle. Rió para sus adentros. Dijo, para sí mismo:
–El día de mañana empezará todo.
Tomó el maletín y se aseguró de que estuviera bien cerrado. Bajó las escaleras y se fue.
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