Supuse entonces que el aire te había reemplazado. Pues sí, te habías ido y el sillón se sentía bastante amplio. Más de lo que uno se esperaría donde acostados a duras penas caben dos. Me incorporé y miré al suelo. Encontré en mi brazo una hebra de cabello que parecía tuyo, pero era muy corto. Tallé un poco mi cara, me deshice de ese vello que sospeché mío y fui a asomarme a la ventana.
Quise creer que te encontraría retozando en todo tu brillo matinal allá abajo, en el patio. Pues no. Sólo quedaban los ya marchitos capullos de rosas que habías sembrado hace como dos semanas, que no resistieron nada. Recuerdo perfectamente que emocionada los plantaste y, en vez de querer que crecieran, te daba curiosidad saber cómo se morían. Y los olvidaste a propósito. Yo no entendí nada cuando lo hiciste, mucho menos ahora, que amaneciste mucho antes -pareciera ser- que yo.
Debo admitir que me quedé como estúpido viendo el patio a ver si de pura casualidad te aparecías por ahí. Por supuesto, no pasó maldita la cosa. Sabes bien que me encanta perder miserablemente el tiempo. Rendido, pues, fui a mi cuarto, otra vez con la tímida esperanza de encontrarte ahí. Ja, qué risa. Me dije que mejor hacía algo productivo previo a buscarte o comenzaría a perder la razón. Tomé una toalla, calzones limpios y entré al baño.
Unos minutos más tarde, absorbido en el mundo mojado de la regadera, disfrutaba yo de mi propia abstracción. Recordé y recordé y recordé tantas cosas que dentro del cancel del baño habían sucedido. Reí un poco, te imaginé patinando en el piso, llevándote mi torpe cuerpo contigo, aterrizando estrepitosamente uno sobre el otro, enredados, muertos de risa, besándonos. Dejé de reír y sonreí, creyendo que me asemejaba ya al Guasón de tanto que estiré la boca. Je. Es bonito, ¿sabes? Recordarte.
Como el bóiler no es de paso, el agua caliente no duró mucho . Las sesiones de congelador no me apetecen, mucho menos en invierno. Salí, casi corriendo, tiritando bestialmente. Puta madre. Pinche bóiler, no mames. La toalla puesta, los calzones a media nalga. Me abalancé sobre la cama pulcramente tendida y me metí debajo de las sábanas. Un poco más cómodo, acomodéme mi ropa interior y esperé a que mi cabello y piel dejaran de tener escarcha. Puta madre, qué frío tuve. Quiso mi mente pensarte, y a tus pequeños brazos rodéandome para olvidar que afuera estamos a menos
n°C.
Suspiré, como es normal cuando algún prurito melancólico me anda picando las costillas. Otros tantos minutos después, sin tanto frío, me vestí, como si fuera yo a alguna fiesta: medio galán, medio pandroso, medio yo. Sentí que era una forma de atraerte; de decirte que me había puesto guapo para ti, que quería plantarte unos besotes y que desayunáramos juntos. La esperanza me brilló en la cara cuando me vi en el espejo, acabado de vestir.
Así que salí hacia la cocina, confiando en que estarías allí, medio dormida, sorbiendo un café, leyendo un periódico viejo de la semana pasada que ya habías repasado tres veces. Y nada. Yo mismo me preparé un tinto y saboreé lo cargado que estaba -como me gusta-. Desperté del todo, una manzana tomé del frutero, miré al techo, miré a la ventana de la cocina. Un pájaro peleaba con otro. No quería violencia, sólo quería encontrarte. Los espanté. Huyeron de mí, pero es muy probable que siguiesen luchando. Te extrañé un poquito más.
Tomé la taza y caminé hasta la puerta de entrada. La abrí, sentía ganas de beber café sentado sobre la banqueta, recargando la espalda contra mi casa. La abrí, y ahí estabas, sentada donde yo quería sentarme. Tenías tu taza de los Bitles, humeando ésta té de noséqué. Me volteaste a ver, con unos ojos profundos y bellos, que me decían "siéntate conmigo". Sonreí de nuevo; me aplasté al lado tuyo, tú con tu té, yo con mi café, tu cabeza recostada en la mía, mi brazo rodeando tu espalda, disfrutando juntos el paso del tiempo y de un sol que alumbraba como un cálido día de primavera.