Me gusta cuando tengo a alguien en quien pensar y que piense en mí. Es en esos momentos cuando el tejido del tiempo se aplasta y alarga, se contrae y expande. Dicen que para hacer viajes interestelares se necesita jugar con el tiempo (porque es relativo) y que también hace falta viajar más rápido que la luz (y, de paso, convertirnos en energía pura, joules, joules, joules). Es probable que mis manos, mi cabeza, bueno, mi cuerpo entero apenas y se muevan un ápice. Pero, de acuerdo conmigo, he viajado más que Han Solo y el USS Enterprise juntos.
En velocidades superlumínicas, he llegado a confines oscuros en donde sólo pocas personas han llegado. He tocado grandiosas estructuras tan complejas que parecen imposibles ante mi intelecto, mas lo suficientemente sencillas como para que mi curiosidad, mi cariño hagan vibrar cada fibra de los materiales extraños y hermosos de cada una de estas edificaciones.
Muchos planetas me han cerrado sus puertas, probablemente porque mi insensibilidad maltrató fibras dolorosas. He tenido que irme y algunas veces he regresado porque hay astros errantes que me pidieron así fuera. Y yo, con lágrimas en los ojos, he retornado a muchos lugares donde me he sentido en casa.
Me gusta cuando tengo a alguien en quien pensar y que piense en mí. Hay un hogar. Un horizonte al cual mirar melancólicamente, mientras el calor de un planeta alimenta mi corazón y todas las noches que paso en él.
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