viernes, mayo 01, 2015

Las nupcias de Ehécatl.

Aquél fue un gran día.
¡Los novios, los novios!
La familia se dispuso en torno
a una larga y estrecha mesa.
Manteles, platos, desayuno.
Y swoosh!
La primera víctima, el primer despeinado.
Un suspiro travieso hizo que
el cabello se transformara en bigotes
(¡pobrecitas damas!),
los manteles en paracaídas y
los platillos en manchas.
La lona soñaba con la bandera
y se esmeraba en soltarse para
encontrarse con el imponente pabellón
a tres calles.
Y el suspiro travieso asestaba cachetadas,
volcaba las mimosas,
reveló la calva del pobre juez,
al que tuvieron que hacer "casita"
(qué pena, no vaya a ser)
para estampar su rúbrica
en el papel que a ambos,
a los queridos novios,
los unía.

Y cuando se signó,
los aplausos llovieron;
las bendiciones,
también.
Conforme se acercó la noche,
el suspiro travieso ya sólo era un murmullo
que arrullaba el andar de los novios,
que acariciaba sus rostros conforme
sentían que
ante ellos
se abría una nueva puerta.
El viento se silenció
para dejarlos pasar.