Le dijo que se sentía bien. Le contestó con una mirada de reproche, quizá de impaciencia. Poniendo los ojos en blanco, abandonó el cuarto y lo dejó solo. Observó la puerta cerrarse tras de ella y no supo qué pensar.
Por esos días, la gente parecía detenerse a pensar en seguido en lo que les sucedería en su futuro. Se respiraba un aire a vaticinio, un vaticinio incierto que dejaba más desconcertado a quien lo respirara. Él soñaba con edificios ardiendo, renaciendo como el Fénix, quemándose en un círculo vicioso infinito. Se preguntaba que significaría todo aquello.
Esa noche, cuando ella le preguntó cómo se sentía, él recordó que no sabía mentir. Sus palabras decían algo, mientras sus gestos lo contradecían. Vaciló y entonces supo que no le creyó en lo absoluto. A costa de insistir y quedar como un idiota, lo dejó solo.
Ya llevaba un rato respirando vicio, marcado el humo con nostalgia y la incertidumbre absoluta de un futuro que no llegaba nunca. Encendió un cigarro rápidamente, apagó la luz, abrió la ventana y respiró todavía más aquella ansiedad. Un raro estremecimiento le sacudió las entrañas. Se retorció un poco, ahogando los quejidos de dolor. El dolor se detuvo un momento, dando paso a un trémulo fogoncillo que se encendió dentro de él. Escocía. Corrió al baño, y bebió agua del grifo.
El dolor se calmó, pero su sueño regresó más nítido aquella noche, más nítido que en cualquier otra ocasión.. Los edificios ardían, se caían, se erigían de nuevo. Esa vez, se acercó a una de las cíclicas ruinas y vio un espejo. Se vio, totalmente desnudo. Su cara estaba carcomida por el salitre de los edificios; sus manos estaban callosas, repletas de hollín y tenían un ligero olor a chamusquina. Estaba maltrecho, la piel del abdomen hecha jirones negruzcos.
No se horrorizó. Se invadió, más bien, de un sentimiento enorme y absurdo de revivir como los Fénix que se erguían frente a él. Se acercó a las ruinas que se reconstruían. Subió cada peldaño, restablecido poco antes de que pusiera su marchito pie sobre éste y llegó a la azotea. Un quejido de vigas de madera y cemento resquebrajándose, contrastando contra un crepitar creciente llegaron a sus oídos. Cerró los ojos y esperó.
El estómago volvió a arder, como las pequeñas brasas abandonadas en el cenicero: casi muertas, pero aún respirando. No se sobresaltó esta vez, tampoco la despertó; ella seguía en su propia incertidumbre nocturna, quizá no tan devastadora como la de él. Abrió la ventana que ella cerró, vació las cenizas y dudó si debía volver a fumar. Más pudo la falsa necesidad de su cuerpo.
El chasquido del encendedor fue instantáneo. Ahogado por el dolor tan intenso, no pudo pronunciar ninguna palabra. Se desplomó. La primer calada quedó en vilo, atascada a mitad del filtro, mientras el cigarro caía con parsimonia hacia el suelo. El cuerpo no hizo ruido alguno.
Ella siguió soñando con la incertidumbre del despertar. No tuvo necesidad de saber nada más.